Los yaganes, también conocidos como yámanas, habitan desde hace miles de años las
islas y canales del extremo más austral de América, en un amplio territorio
comprendido entre el sur de Tierra del Fuego y el cabo de Hornos. Tradicionalmente, eran un pueblo nómada canoero dedicado a la pesca, la caza de otáridos y aves
marinas y la recogida de moluscos, especialmente mejillones, que se desplazaban de un lado a otro en sus embarcaciones fabricadas con corteza de guindo y en cuyo
interior mantenían permanentemente encendido un fuego.
Ouchpoukatekanensis junto a su familia pocas semanas antes de su muerte |
Perfectamente adaptados a las duras
condiciones climáticas y geográficas del territorio, se vestían con pieles de
lobo marino o nutria echadas sobre la espalda, dejando la mayor parte de su
cuerpo a la intemperie. Los hombres cortaban la madera necesaria para sus
canoas, construían la choza y se ocupaban de la caza y pesca, manejando
arpones, hondas y lanzas. Las mujeres se encargaban del cuidado de los ninos,
la recolección de bayas y frutas silvestres y la confección de ornamentos como
collares, pulseras y brazaletes.
Recorrían los canales e islas en
pequeños grupos, reuniéndose en gran número cuando se producía la varadura de
una ballena, que era aprovechada por todos los miembros de la comunidad,
alimentándose de la carne y conservando la grasa del animal. Frecuentaban las
caletas y bahías mejor protegidas de los embates del mar, donde abundaban los
mariscos y moluscos. Vivían en libertad absoluta y practicaban una igualdad
perfecta, con una gran disposición a compartir lo que tenían con todos los que
les rodeaban. Poseían una religiosidad múltiple, inspirada por Watauineiwa, el
creador, en la que la ceremonia secreta del Chiajóus, o iniciación de los
jóvenes, ocupaba un lugar principal. Los yaganes, en fin, hablaban un idioma compuesto
de más de treinta mil palabras.
Sin embargo, este pueblo verá truncada
abruptamente su normal existencia cuando, durante el siglo XIX, su territorio
se vea invadido por los primeros colonizadores europeos, ávidos de nuevos
territorios que explotar y nuevas almas para civilizar. En efecto, si los
primeros sucesos violentos que padecieron los yáganes se debieron a
desagradables encuentros con marineros y cazadores de focas, muchos de los
cuales se divertían disparando sobre sus canoas, el comienzo del final de la
vida nómada de este pueblo se producirá con la llegada de los misioneros
ingleses de la Patagonian Missionary Society. A pesar de los desastrosos
ensayos civilizadores llevamos a cabo con anterioridad, como el caso de Jemmy
Button y su traslado a Inglaterra en 1833, los religiosos protestantes instalarán
una misión permanente en 1869 en Ushuaia, sobre el canal Beagle, con la
finalidad de evangelizar al pueblo yámana. Ahora bien, la persistencia de los
misioneros en su supuesta labor civilizadora provocó un efecto letal que abocó
a la casi extinción a este pueblo. El cambio de la vida nómada a la vida
sedentaria fue fatal para los yaganes. El hacinamiento en el que vivían y al
aire viciado que respiraban provocó violentas epidemias de tuberculosis y
sarampión, que diezmarán a la población indígena residente en Ushuaia sin que
ninguno de los misioneros resultara afectado.
Marineros franceses de "La Romanche", 1882 (Jean-Louis Doze) |
Un episodio más del trágico destino de
este pueblo es la historia desgraciada de Ouchpoukatekanensis, un hombre de 35
años que vivía en Bahía Orange junto a su familia. Conocemos todos los detalles
gracias a los expedicionarios franceses de la Mission Scientifique du Cap Horn,
que estuvieron un año en 1882/83 en territorio yagán, realizando estudios
geográficos y antropológicos. Debido a un accidente fortuito, a
Ouchpoukatekanensis se le gangrenó el pie y, a pesar de que los médicos
franceses trataron de salvar su vida, murió el 26 de abril de 1883 en Bahía
Orange.
Hay que decir que, aunque los
expedicionarios franceses de la misión al Cabo de Hornos siempre mostraron una
gran sensibilidad hacia los yaganes con los que convivieron durante casi un año,
también se emplearon a fondo para recoger
osamentas humanas para las colecciones de los museos de París, tal y como se
acostumbraba en la época. La mayoría de los huesos los obtuvieron del propio pastor
Thomas Bridges, debido a la gran mortandad de los yaganes alojados en la
misión. El religioso aseguraba que eran los mismos indígenas los que le entregaban
los restos humanos de sus familiares, lo que parece un tanto extraño teniendo
en cuenta que los yaganes, como la mayor parte de los pueblos del planeta,
tenían por costumbre enterrar a sus muertos.
Cráneo de Ouchpoukatekanensis según una lámina publicada por el doctor Hyades |
Sin embargo, la ocasión de hacerse con un cuerpo completo, recientemente fallecido, se les presentó con la trágica pero oportuna muerte de Ouchpoukatekanensis. Los franceses trasladaron el cadáver a bordo de su barco, La Romanche, y, convenientemente sumergido en alcohol, se lo llevaron a Francia. En el Museo de Historia Natural de París, en el gabinete del profesor Armand de Quatrefages, los restos de Ouchpoukatekanensis fueron diseccionados y descarnados. Una vez limpios los huesos, su esqueleto y su cráneo ingresaron en las colecciones del museo. Hoy forman parte de los más de 10.000 restos humanos que se agolpan en los sótanos del recientemente reabierto al público Musée de l’Homme.
En la actualidad, la mayoría de los
países tienen leyes que establecen que los restos mortales que forman parte de
museos o colecciones privadas y que están perfectamente identificados, como el
caso que nos ocupa, deben ser devueltos a sus comunidades. Un acto de justicia sería la restitución de los huesos de Ouchpoukatekanensis,
de tal modo que descansaran para siempre entre las ensenadas y bahías de su
tierra legendaria, rodeados de un mar embravecido y un viento vigoroso, al otro
extremo del mundo.
Esqueleto de Ouchpoukatekanensis |