“Salvajes”, “bárbaros”, “incivilizados”, así llamaron los primeros exploradores europeos al pueblo Yagán/Yámana que habitaba los canales e islas del archipiélago de Tierra del Fuego. Poco después se demostró que usaban un lenguaje mucho más rico que el inglés, tenían ceremonias espirituales muy complejas y vivían en una igualdad perfecta, donde todo se compartía y se aprovechaban los recursos del entorno sin esquilmar la naturaleza. Sin embargo, hoy esos calificativos pueden ser aplicados perfectamente a la persona que hace unos días “agredió” una de las fotografías expuestas en el Museo de Historia Natural de Chile, rayándola y garabateándola de una manera muy poco civilizada. No sabemos todavía cuáles eran sus intenciones, pero por si acaso, a través de las redes sociales, vamos a difundirla. Se trata de la imagen de una familia yámana, Athlinata con su mujer y sus dos hijos, tomada en Bahía Orange en 1882 por el teniente francés Jean-Louis Doze y cuya plancha original se conserva en el Musée du Quai Branly, en París. Y es de una gran belleza (28 de marzo de 2015).
Los Yámana son el pueblo más austral del mundo, ya que habitaron el extremo sur de la Tierra del Fuego, en el laberinto de islas que se extiende desde el canal Beagle hasta el Cabo de Hornos. Pueblo nómada canoero dedicado a la pesca, la caza de otáridos y aves marinas y la recogida de moluscos, se desplazaban continuamente en sus canoas fabricadas con corteza de guindo y en cuyo interior mantenían permanentemente un fuego encendido. Le debemos a los franceses de la Expedición al Cabo de Hornos 1882-1883 un valiosísimo testimonio fotográfico que se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia y gracias al cual podemos estudiar hoy sus costumbres y sus tradiciones, de las que tan orgullosos se sienten sus descendientes. Una de las fotografías más bellas corresponde a una muchacha yámana sobre la cubierta del barco "La Romanche", que tomó el excepcional fotógrafo Jean-Louis Doze (18 de febrero de 2015).
La obsesión de los misioneros
salesianos y anglicanos por “civilizar” a los pueblos originarios de América
del Sur, por cubrir su desnudez y vestirlos con ropas occidentales, por cambiar
sus costumbres nómadas y fijarlos a un lugar concreto, por tratar de
inculcarles el hábito de trabajar, siempre en provecho de esos mismos
religiosos, supuso desde finales del siglo XIX una hecatombe que se llevó por
delante a kawésqar, aónikenk, yámana, haush y selk’nam. Miles de personas
murieron a causa de las enfermedades, que se cebaron especialmente en los niños
hacinados en las misiones de Dawson, Río Grande y Ushuaia. Otros fueron
víctimas de las persecuciones de los terratenientes, cuyos empleados mataban a
los hombres que trataban de defender a sus familias. Los supervivientes
tuvieron que renunciar a su cultura milenaria, a su modo de vida tradicional, a
su lengua y costumbres, y fueron asimilados por una sociedad que los discriminó
inmediatamente por ser “indios”. Hoy en la Patagonia la diversidad étnica es un
valor y a lo largo y ancho del inmenso territorio un sentimiento de identidad y
pertenencia avivado por sus orgullosos descendientes recorre como el viento
hasta el último rincón. Con la misma determinación con la que nos miraban hace
cien años enfundados en sus ropas europeas (20 de abril de 2015).
Los testimonios en
lengua yámana o yagán recogidos por la etnóloga Anne Chapman arrojan
mucha luz sobre la causa real de la casi completa desaparición de este pueblo
milenario, que habitaba entre el canal Beagle y el cabo de Hornos. La razón no
fue otra que la transmisión de enfermedades propagadas por los europeos. Hermelinda
Acuña hablaba al respecto de los misioneros anglicanos: “había que hacer lo que
ellos ordenaban. Daban ropas y los que se vestían con esas ropas, poco después
desaparecían muertos”. Cristina Calderón, la única yámana que
sobrevive hoy en día, completa el relato: “se ponían enfermos por contagio,
decían que las ropas traían enfermedades”. Aunque los yámana no pudieron
comprender con precisión qué era lo que estaba sucediendo, sí identificaron
correctamente que el contacto con los colonizadores era la causa de la muerte de
hombres, mujeres y niños. En la foto, una familia de yámana en 1882
semicubiertos con ropas europeas en el Canal Franklin (12 de junio de 2015).
En el verano de 1834 un joven
naturalista inglés llamado Charles Darwin anotaba en su diario: “esos
desdichados salvajes tienen la talla escasa, el rostro repugnante y cubierto de
pintura blanca, la piel sucia y grasienta, los cabellos enmarañados, la voz
discordante y los gestos violentos. Cuando se ve a tales hombres, apenas puede
creerse que sean seres humanos, habitantes del mismo mundo que nosotros”. Estas
despectivas palabras de Darwin, en las que todavía no se adivina al hombre
de ciencia en que llegaría a convertirse, trataban de describir a un grupo de
yámana, avistados a duras penas desde el puente del bergantín
"Beagle" en las cercanías de las islas Wollaston. Sin embargo, este
pueblo ancestral supo vivir durante milenios en perfecta adaptación a un medio
climático muy riguroso, moviéndose en libertad por los canales e islas del
archipiélago al sur de Tierra del Fuego y compartiendo los recursos de la
naturaleza. Hasta la llegada de la “civilización”, que terminó con su forma de
vida y su existencia nómada. Hoy nos queda Cristina Calderón, la última
hablante yámana, una mujer de gran fuerza vital que atesora la herencia de
todo un pueblo (1 de julio de 2015).
La historia del genocidio que ya está más que probado, pero que se continúa ocultando por el fuerte componente que es la colonialidad del poder.
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