25 de junio de 2016

Yaganes, dueños de los canales

“Salvajes”, “bárbaros”, “incivilizados”, así llamaron los primeros exploradores europeos al pueblo Yagán/Yámana que habitaba los canales e islas del archipiélago de Tierra del Fuego. Poco después se demostró que usaban un lenguaje mucho más rico que el inglés, tenían ceremonias espirituales muy complejas y vivían en una igualdad perfecta, donde todo se compartía y se aprovechaban los recursos del entorno sin esquilmar la naturaleza. Sin embargo, hoy esos calificativos pueden ser aplicados perfectamente a la persona que hace unos días “agredió” una de las fotografías expuestas en el Museo de Historia Natural de Chile, rayándola y garabateándola de una manera muy poco civilizada. No sabemos todavía cuáles eran sus intenciones, pero por si acaso, a través de las redes sociales, vamos a difundirla. Se trata de la imagen de una familia yámana, Athlinata con su mujer y sus dos hijos, tomada en Bahía Orange en 1882 por el teniente francés Jean-Louis Doze y cuya plancha original se conserva en el Musée du Quai Branly, en París. Y es de una gran belleza (28 de marzo de 2015).


Los Yámana son el pueblo más austral del mundo, ya que habitaron el extremo sur de la Tierra del Fuego, en el laberinto de islas que se extiende desde el canal Beagle hasta el Cabo de Hornos. Pueblo nómada canoero dedicado a la pesca, la caza de otáridos y aves marinas y la recogida de moluscos, se desplazaban continuamente en sus canoas fabricadas con corteza de guindo y en cuyo interior mantenían permanentemente un fuego encendido. Le debemos a los franceses de la Expedición al Cabo de Hornos 1882-1883 un valiosísimo testimonio fotográfico que se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia y gracias al cual podemos estudiar hoy sus costumbres y sus tradiciones, de las que tan orgullosos se sienten sus descendientes. Una de las fotografías más bellas corresponde a una muchacha yámana sobre la cubierta del barco "La Romanche", que tomó el excepcional fotógrafo Jean-Louis Doze (18 de febrero de 2015).





La obsesión de los misioneros salesianos y anglicanos por “civilizar” a los pueblos originarios de América del Sur, por cubrir su desnudez y vestirlos con ropas occidentales, por cambiar sus costumbres nómadas y fijarlos a un lugar concreto, por tratar de inculcarles el hábito de trabajar, siempre en provecho de esos mismos religiosos, supuso desde finales del siglo XIX una hecatombe que se llevó por delante a kawésqar, aónikenk, yámana, haush y selk’nam. Miles de personas murieron a causa de las enfermedades, que se cebaron especialmente en los niños hacinados en las misiones de Dawson, Río Grande y Ushuaia. Otros fueron víctimas de las persecuciones de los terratenientes, cuyos empleados mataban a los hombres que trataban de defender a sus familias. Los supervivientes tuvieron que renunciar a su cultura milenaria, a su modo de vida tradicional, a su lengua y costumbres, y fueron asimilados por una sociedad que los discriminó inmediatamente por ser “indios”. Hoy en la Patagonia la diversidad étnica es un valor y a lo largo y ancho del inmenso territorio un sentimiento de identidad y pertenencia avivado por sus orgullosos descendientes recorre como el viento hasta el último rincón. Con la misma determinación con la que nos miraban hace cien años enfundados en sus ropas europeas (20 de abril de 2015).




Los testimonios en lengua yámana o yagán recogidos por la etnóloga Anne Chapman arrojan mucha luz sobre la causa real de la casi completa desaparición de este pueblo milenario, que habitaba entre el canal Beagle y el cabo de Hornos. La razón no fue otra que la transmisión de enfermedades propagadas por los europeos. Hermelinda Acuña hablaba al respecto de los misioneros anglicanos: “había que hacer lo que ellos ordenaban. Daban ropas y los que se vestían con esas ropas, poco después desaparecían muertos”. Cristina Calderón, la única yámana que sobrevive hoy en día, completa el relato: “se ponían enfermos por contagio, decían que las ropas traían enfermedades”. Aunque los yámana no pudieron comprender con precisión qué era lo que estaba sucediendo, sí identificaron correctamente que el contacto con los colonizadores era la causa de la muerte de hombres, mujeres y niños. En la foto, una familia de yámana en 1882 semicubiertos con ropas europeas en el Canal Franklin (12 de junio de 2015).





En el verano de 1834 un joven naturalista inglés llamado Charles Darwin anotaba en su diario: “esos desdichados salvajes tienen la talla escasa, el rostro repugnante y cubierto de pintura blanca, la piel sucia y grasienta, los cabellos enmarañados, la voz discordante y los gestos violentos. Cuando se ve a tales hombres, apenas puede creerse que sean seres humanos, habitantes del mismo mundo que nosotros”. Estas despectivas palabras de Darwin, en las que todavía no se adivina al hombre de ciencia en que llegaría a convertirse, trataban de describir a un grupo de yámana, avistados a duras penas desde el puente del bergantín "Beagle" en las cercanías de las islas Wollaston. Sin embargo, este pueblo ancestral supo vivir durante milenios en perfecta adaptación a un medio climático muy riguroso, moviéndose en libertad por los canales e islas del archipiélago al sur de Tierra del Fuego y compartiendo los recursos de la naturaleza. Hasta la llegada de la “civilización”, que terminó con su forma de vida y su existencia nómada. Hoy nos queda Cristina Calderón, la última hablante yámana, una mujer de gran fuerza vital que atesora la herencia de todo un pueblo (1 de julio de 2015).












1 comentario:

  1. La historia del genocidio que ya está más que probado, pero que se continúa ocultando por el fuerte componente que es la colonialidad del poder.

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